El último guerrero - Teresa Juvé

Llevo mucho tiempo sin publicar la reseña de una novela, pero es que pasé mucho tiempo leyendo esta. Y tiene 200 páginas. Sé que esto parece indicar que es una broza horrible y que debería haberlo abandonado, pero es que tampoco era una broza horrible. Solo aburridamente farragoso y a mí, personalmente, me inducía a abandonarlo unos días tras leer un puñado de páginas. Yo, que soy así.

Lamento el reducido tamaño de la imagen.

El gran Icórbeles

Icórbeles es el gran personaje de la historia, es el hombre que comienza encarcelado a la espera de  su ejecución y nos pone en situación de quién es, de quiénes son sus hermanos y de cómo acabó dónde está a través de 200 páginas perfectamente resumidas en un breve texto en la portada del libro: «Una lucha épica, llena de ruido, de cabalgadas, de desastres, de triunfos, de crueldad, de gozo de vivir y de amor». Sí, vale, dice muchas cosas, pero eso es el libro.

Pocas veces he visto una novela que se ajuste tanto, con tanta premeditación, al adjetivo «épica». La épica de El último guerrero es exagerada, es grande, es bestial. Los héroes son grandísimos héroes en el sentido más realista de la palabra, enfrentándose a la todopoderosa Roma, a la invencible Roma. No son super héroes, son abanderados de lo que consideran justo y sus luchas pueden no ser especialmente nobles, pero sí son épicas. Y sí que hay cabalgadas de un lado a otro constantes, y hay desastres (cientos), triunfos (¿dos? No, es broma, pero desde luego no es una obra que se caracterice por lo bien que le van las cosas a los muchachos), de crueldad (infinita, sobre todo por parte de la autora), de gozo de vivir irradiado en cada poro de la mayoría de personajes, y de amor. Sí, también amor, aunque ya como algo de tapadillo, más como desencadenante de tramas que como protagonista en sí.

Quizá las razones que desembocan las tramas no sean especialmente heroicas, quizá parte de las causas no sean especialmente nobles y quizá algunos de los protagonistas sean manzanas podridas (podridas y regurgitadas sobre un charco de gusanos y moscas, de hecho), pero es difícil no apreciar la serena, fría y desapasionada heroicidad de Icórbeles o lo modélico y noble de Alertes (el gran Alertes). Son muchos los hijos del noble Edecón, pero es un mundo duro. A los que creéis que Martin fusila personajes, veréis que las mujeres españolas sí que tienen dominio del fusil. Teresa Juvé mata personajes constantemente y los protagonistas no viven al margen de este mar de muerte que lo impregna todo hasta el tuétano, que deja un sabor denso y putrefacto de pura perdición.

La escritura

Pero sin duda, lo mejor y lo peor del libro es la forma en que está escrito. Tiene algo en la forma en la que estructura las frases que me cansaba profundamente pero también he de reconocer que le ayuda a crear unos párrafos muy hermosos y contribuía a esa épica exagerada que comentaba antes. En realidad no es que la redacción tenga nada especialmente infernal, pero los párrafos se me atravesaban y muchas veces se liaban tanto que tenía que volver a releerlos. Algo que odio. Cuando un párrafo en una novela me obliga a releerlo para entenderlo bien me evoca la sensación de estar estudiando el párrafo y me incomoda, es una especie de respuesta neurofisiológica.

Pero por otra parte tiene párrafos enteros que me parecieron para enmarcar. Los leía en el bus y me emocionaban, me ponían los pelos como escarpias, como: «Tengo que verla venir. Con los ojos llenos de luz del día la veré venir. Todos me han dicho siempre que un hombre tiene que verla venir, que es el combate supremo y que un hombre tiene que enfrentarse a ella con los ojos bien abiertos. Abriré los ojos para ver la luz que se me escapa de ellos, nada más que la luz. Ella, preferiría no verla. Odio a la muerte. Odio a la muerte de todos. Odio a la muerte que he dado con mis manos. Menos a la tuya Mirovio: si hubieses tenido mil vidas te las hubiera quitado una tras otra. Te las he venido quitando una tras otra desde que te maté; cada día de los que he vivido desde entonces te he quitado una vida, con el mismo encono, con la misma rabia con que te quité la primera. Y mi pesar es que fue tan rápida que no has debido de verla llegar. Tenía que haberla prolongado, no sé ahora si tu vida o tu muerte. Tenía que haberte hecho pagarlo todo, para que hubieses podido aquilatar tú mismo el precio de lo que había quedado modificado por ti a pesar de tu ingravidez y de tu falta de enjundia. Hacerte pagar día a día con un trozo de tu vida, eso es lo que tenía que haber hecho. Calentar mi falcata dentro de tu cuerpo día a día como dijo aquel idiota de maestro cantor. Se acabaron los maestros cantores, Mirovio».

Recuerdo haber leído ese párrafo en el autobús, volviendo a casa de jugar una muy heroica partida de rol y haber pensado que el párrafo se comía la partida, los personajes enteros. ¡Qué odio destila Icórbeles, qué malsana obsesión! Me encanta.

Son esa la clase de cosas que hacen que no acabe de condenar la forma en la que está escrito el libro. Es cierto que en ocasiones encontré fragmentos que me parecían innecesariamente farragosos para lo que contaban, pero otros se lucían con el mismo estilo y me evocaban una épica que quizá no pudiera obtenerse de otro modo.


Nota: 6,5. El último guerrero tiene sus problemillas, tiene pasajes excesivamente lentos, sobre todo por el enfrentamiento con lo rápido que suceden las cosas cuando suceden, muchas veces directamente «fuera de cámara» pero que lo compensa sobradamente con otros momentos en los que la acción y la brillante mente de Icórbeles iluminan el relato.

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