Cienfuegos II: Caribes - Alberto Vázquez Figueroa

Y así continúan las aventuras del, no hace tanto, cabrero pelirrojo de La Gomera.



Tras la debacle del mal hadado Fuerte de la Natividad, Cienfuegos, que había sido cuidado por la haitiana Sinalinga –la madre de su hijo– mientras el Espíritu del Mal arrasaba la paradísiaca isla y el ataque de la feroz horda del sanguinario Canoabó eliminaba los últimos retazos de la presencia española al oeste del océano; se encuentra con el otro superviviente del fuerte, el viejo Virutas, carpintero de la Santa María. Juntos huyen a bordo de la Seviya, una barca sólida y establa en la que el viejo y unos cuantos elegidos pensaba abandonar las tierras del cacique Guacaraní. Su vagabundear marítimo, la deshidratación y el cansancio los llevará a reabastacerse en otra isla, en la que se convertirán en prisioneros de las mujeres y el chamán de un pueblo de caribes, los feroces y temidos caníbales isleños.



-¿Para qué coño quiere un caníbal un ajedrez?
-Puede que para comerse a la reina.

Esta vez, además, nos encontramos con otra historia paralela, la de Mariana Montenegro, la nueva identidad de Ingrid Grass, que en el barco capiteado por Juan de la Cosa y con la amistad de Luis de Torres, llega al nuevo mundo. Allí, se aprovechará para presentar a otros personajes destacados, como el grandioso, valiente, y honorable espadachín Alonso de Ojeda, que contrasta con un incapaz y estúpido, tanto como en el primer libro, Cristobal Colón, quien parece que sólo tiene talento como capitán de navío; los cómicos fugados (de los que destacan un par de capítulos siempre a caballo entre la incredulidad y la absurdez) o la princesa Anacaona, esposa de Canoabó.

Y es que Figueroa no da tregua al pobre cabrero, al que somete a mil y una perrerías, una tras otra, enseñándole siempre un falso paraíso, un cómodo fin para sus aventuras, que siempre resulta ser un espejismo. Como siempre también, pues es una constante de esta serie de novelas, una pizca –o no tan pizca– de azar, el agudo ingenio del cabrero, y un inmutable instinto de supervivencia, alimentado por el deseo de ir a Sevilla y encontrarse con su germano amor; serás las bases en torno a las cuales se resuelvan los problemas que siempre azotan al pelirrojo.

Una narración igual de rápida y ágil que en la primera entrega, el mismo toque de aventura, humor, con la misma carga de violencia, sexo –que en Cienfuegos es todo un motor del argumento–, mentiras, amor y el reflejo del choque cultural entre europeos y nativos. Así, el autor, escribe una segunda entrega perfectamente fiel a la primera, pero en un ambiente mucho más ajeno; pues el Guanche pasa solo o rodeado únicamente de nativos gran parte del libro. No obstante, esta segunda parte decae por momentos, generalmente debido a caídas de ritmo, respecto a la primera; aunque episodios concretos como el homorístico Dios Caballo de Ajedrez, la aparición de El Camaleón o el tenso y violento momento del enfrentamiento de Cienfuegos con la homosexualidad, que los nativos consideran una opción completamente normal y respetable.

Figueroa se explaya, además –en lo que, por lo que leí de él en tiempos, parece ser una constante de sus libros– en horribles métodos de tortura, centrados, en este caso, en el terrible demonio tamandúa, que suele adoptar la forma de un oso hormiguero, o en el maltrato a los indios de gentuza como Goliat, Irigoyen y los suyos.


Nota: 8,5. Tal vez el ritmo enfarrague por momentos una lectura que se hace algo más lenta que en la primera parte de la serie, no obstante, hay capítulos completos que ayudan a mantener muy alto el nivel.

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